domingo, 14 de junio de 2015

ANGLE (BARCELONA). 1 ESTRELLA MICHELIN

SOSPECHAR DEL APELLIDO


Vivo una moderna pubertad. Casi a los 30, un cambio paradigmático conectado al paso irreparable de los meses, grabado con la hondura de una mala madurez, voluble sólo con la complicidad del tiempo relativo. El acné ahora es complejo existencial salpicando no la cara, que en aquellas parecía el puto armagedon, sino el cuerpo entero, la voluntad y el espíritu. Los cambios de voz son ahora directos de un porvenir de brazos hipertrofiados y el aprendizaje es ahora esquiva en una jaula, versión experta del comodísimo cuadrilátero, en el que si no te gustaba el panorama siempre podías escabullirte en un despiste del gólem. En esta contemporánea adolescencia toca mojarse, no rozar de puntillas, sino mancharse de redefiniciones a la vez que se reza un soneto por los pasados maestros de mierda(como dice la canción), que tanto te ayudaron a "cultivarte". Llega el tiempo de la revolución, del punto crítico y ahora no hay guías que valgan, amigo, si no desarrollaste suficientemente la orientación, la llevas clara.

Como todo lo que uno toca,(y le importa), ha de vivir bajo el sentido del cambio, el paulatino descubrimiento de la gastronomía también va sufriendo un lavado de matices, a su manera, reflejo de que hasta en el placer debe haber conflicto. Tanto viaje y tanta hambre me ha llevado a señalar bares y propuestas con el dedo(y por diferentes razones), a confirmar sospechas, a romper preconceptos, y a aprender, al fin y al cabo, que la comida es (o debe ser), la necesidad menos fisiológica de las necesidades fisiológicas (con permiso de la alcoba). 

Avance y aprendizaje en tenso matrimonio, la vulnerabilidad es más vieja que el demonio, y ya sea el camino mas prolijo que una literatura, nunca te libras de ciertos estigmas. Pues ya me tocaba poner a prueba un supuesto gigante con apellido de esos
que prometen más que un galán de pacotilla. El Angle es un galardonado restaurante situado en entresuelo de un hotelazo barcelonés, reconocido por su estrella, practicado por su económica oferta(teniendo en cuenta a sus primos), y famoso, básicamente, por tener como jefe de cocina al televisivo chef Jordi Cruz. Satisfecho así el trinomio teta, sopa y fauce, satisfecho como se sacia el deseo con un poco de azúcar química, toca reflexionar con el pellejo y dejarse de teoría. El primer problema es el desangelo, no la virginidad y su lógica mudez, sino el que no haya ni Cristo bendito en un supuesto restaurante de la leche en el centro de Barna. El segundo problema es que Jordi Cruz es una entelequia televisiva. No existe en el plano humano, es un constructo del marketing. Por eso el chef del Angle es otro tipo, por la imposibilidad metafísica, igual que Monchito no puede ser chef de nada, ni la Rana Gustavo, ni Paula Vázquez. El tercer gran problema es que por más barato que en comparación resulte el Angle, te terminas dejando una pasta obscena, y ante tamaña excentricidad, uno espera el lago de los cisnes pateándote el paladar. En el tapete ya reposan los tres contras atravesados, ahora es turno de enseñar el quid, ascensor de la apuesta, ¿perderé hasta los calzoncillos, ya que no tengo coche que quiera ni el desguace, ni pellejo que quiera ni el buen carnicero de Tánger?.


Mi pedido: menú degustación con maridaje.

Vinos del maridaje: Cava Mestres Visol, Gran Reserva 2007. Guitian Blanco, Valdeorras. Coralí 2013, Spelt, Rosado. Cerveza Keks (Girona). Vino Fino, La Bota 45. Gran Crysalis, blanco, Penedés. Vino negro, Ánima Negra, Mallorca 2008. Vittios, Penedés, dulce. Pedro Ximénez, Lustau.








. Burbujas de bloody Mary con helado de apio y Lima






                              

. Ceviche de amachi con cerezas




. Focaccia de setas crudas y foie con consomé de Albidum Picó



                             


. Tartar de caballa marinada con ajo blanco helado, ajo negro y balsámico





. Carpaccio de gamba mediterránea con texturas de pan con tomate



                             


. Papillote de espárragos y bacalao con agua acidulada de setas



                               

     . Yema de huevo curada con ibéricos 





. Tsukadani thai de gallo con esferas de curri







                           



. Lagrima ibérica marinada con miso, berenjenas y pieles cítricas




                              



. Coco yuzu yogur y fresas



                             


. Espuma de queso de cabra con helado de miel y piñones al Romero





                            


. Petit fours

Cómo enmendar aquello que aun en su carencia es cojonudo. Si la espera se convierte en un gran inquisidor y la red de expectativas, satisfacciones, valor y precio se aprieta ahogante al gaznate y a la piel encendida. Cómo se critica la excelencia, ¿tiene sentido? si uno mismo es el culpable de cada una de las letras de la etiqueta, de la hinchazón y la hipérbole ¿es justo, más allá del perverso pasatiempo, subir a un altar y después disparar a matar aprovechando el ángulo?. El menú del Angle estaba del carajo, es un hecho. Y sin embargo, por qué es que ni la borrachera consecuente a un maridaje de diez tragos hace reposar la experiencia con más sonrisa que bulto, ¿Será que soy un hijo de puta?. Y lo que es más importante ¿afecta a mis papilas gustativas y a mi sentido del placer el ser un hijo de puta?. El caso es que así fue, que una buena comida en un buen restaurante me provoco un coitus interruptus, cuyo coito era puro onanismo y cuya interrupción era culpa mía (no del alcohol). El Angle es una buena alternativa si vives en la ciudad condal y te apetece un siroco gastronómico suficientemente abultado como para llorar una hora pero no tan grande como para suicidarte. Buena opción para saber de qué va eso de las estrellas michelin y de la gastronomía de la era espacial. Pero, atención, si eres un salvaje discursivo con tendencia manifiesta al pero, quizás debas plantearte opciones menos exigentes (o "from lost to the river"). Termino mi crónica sin señalar con el dedo acusatorio, tan sólo declaro la conclusión como firman los finales de los túneles aquellas señales de tráfico que acompañan la luz de cruce con una bonita interrogación: qué maravilloso terror, cuando el único mandato es preguntarse.

Menú degustación con maridaje, agua y café: 140 euros



Pd: Albricias a los desenfoques y desencuadres de uno, a los platos fotografiados cuando ya no quedan ni migajas y, por supuesto, a las buenas fotos de los vecinos blogueros que, sin querer queriendo, me permiten ilustrar; alguna vez os invitaré a una litrona de Estrella del Sur, por tan generosos préstamos.


domingo, 28 de diciembre de 2014

LAS DELICIAS. VEJER DE LA FRONTERA

Stendhal, supongo...


El verano ha muerto; por fin hunde sus escuetas pieles en la feliz caducidad, dura, firme, apretada con inquina, como si respondiese a la extremidad de algún asunto personal. Si yo estuviese detrás de este espectacular ajuste de cuentas, tengo claro que más sangre haría de él, más violencia le cocinaría, más calor, como es de su gusto, hasta quemar; será porque el verano siempre me ha parecido la quintaesencia temporal de la simpleza, del gobierno del tonteo, de lo vago y lo barato. Será que en mi ciudad hace un media de 43 grados al día y que, por lógica, la vida en ella sufre una mutilación de la actividad. Ayuda sin ser sine quanon, ni en pedo me perdería la diversión del puñal en la carne del equinoccial asesinado. Muere el verano y a mi me parece haber consumido una década de mi vida en él; y se apaga de a poquito, gritón, exagerado, de tal forma que en el último octubre todavía se le oye de cerca, retumbando gordo. Sangra el verano recuerdos, muere sangrando como se hace por derecho, como en las pelis de serie B,  agua rojísima, recuerdos insalvables y sólo un consuelo codificado en calendario y venganza.

Aceptando la premisa de que no hay nostalgia posible tras un rencor en bucle, veo aliviado aligerarse la culpa como un globo pinchado, y tan solo planeo un discreto contraataque (discreto a discreción), ahora que el hielo puebla mis excitados lunares. Introduciré cada sudoroso ayer en una magnífica fábrica de papilla que yo mismo construí años atrás, así como el negativo de aquel utilísimo palacio mental donde viven los sabuesos, en mi caso, una gloriosa dentadura que destroza el pasado a gusto del consumidor. Justo al final de la carcajada, me gano un angulito más de la puerta del cielo y salvo unos cuantos recuerdos que tienen cara, color y nombre; a ver… cuál de ellos es aquel que luce cima como vestido para partirla, y además tiene en su barriga un fuego que huele a leguas: le llaman Vejer de la Frontera, y entre sus calles, Las Delicias.

Si Vejer es punzón avieso en la piel del recién llegado, de esos que se aproximan lentos pero no por ello son menos acojonantes, Las Delicias es en su inevitable humildad, un fiel portavoz del espíritu de su poderoso tutor. Y poco debate cabe tras el primer corte en la dermis; qué se le va a enmendar a uno de los pueblos más espectaculares del globo, y por ende, qué a su prole. A la vera del mirador que vigila la vasta costa gaditana, el restaurante vigila la calle dejando entrever mínimamente el espíritu que más allá circundan sus huesos. Los palés adornados como trozos de paredes de madera flotando en un escenario invisible, abren la puerta a un interior que parece simplemente mentira. Sorpresa, muere lo ancestral musicado por el último techno berlinés, y hunde su preciosismo en el salvaje desliz hacia el estómago de la bestia, una Metrópolis enjaulada, hambrienta de caras desencajadas, moviéndose eléctrica, expandiéndose como el gas en la cueva. Las Delicias es una broma formal (de finísimo humor), un tremendo trampantojo dibujado como una escenografía, con su incuestionable verdad, y su inevitable carácter irónico. Después de tamaño shock estético, todo lo sensible del cuerpo se pone a currar, expectante y peligroso (por tanto); se acaba de inaugurar la ansiedad del día. Me siento, huelo el aire impregnado de madera, de metal y de tela, recuerdo una tarde de niñato con mi familia en la Expo 92, y al fin, pido comida.

Mi pedido: 3 platos y un postre (en esta ocasión a compartir). De beber, vino blanco Rueda, “Laurier”, vino tinto  de la tierra de Cádiz “Entrechuelos”, botella de agua y café.






. Ensalada de bacalao. Comienzo el vértigo con una vieja amiga, que más o menos siempre tiene la misma cara y regala la misma expresión. Es prueba de cautela o de puro miedo, como encarte, pero, en fin, hace tiempo ya que el salto al vacío se convirtió en monopolio de descerebrados de otras edades (yo prefiero el bonzo). Pues eso, ensalada de bacalao, ¿espero caerme de culo?, quizás no, de la misma manera que tampoco esperaba encontrarme el Soho en el interior de un restaurante de Vejer. Efectivamente no me caigo de culo, de hecho me encuentro a esa vieja conocida que luce bombilla de bajo consumo (a lo sumo) con un poco de cosmética. El cítrico es el polvo mágico que da lustre a nuestro prólogo, nada nuevo, eso lo sé hasta yo, bacalao + naranja igual a un “joder” efímero. Qué le cabe a un plato como este, pues desde un “hay algo templado que no sé qué es”, hasta un “¿lleva gomitas?”, cualquier cosa para hacer de nuestra vieja amiga algo más que un fútil maquillaje.






. Ragú de retinto. Que sentimos vértigo es verdad, que no siempre hay un síndrome de Stendhal detrás también. Para averiguar hasta qué punto la pérdida de equilibrio es fruto del viaje interestelar o dolencia doméstica de viejas, seguimos la investigación con un plato cuya razón es la espectacular carne de una especie oriunda de ternera. Equivocarse con un plato así, no sólo es una putada sino que es un atentado. Afortunadamente vence la lógica y no encontramos con el primer acierto de la tarde. Si algún pero hemos de poner son las patatas fritas sobre los ricos pedazos de carne, que no son de bolsa (creo), aunque lo parezcan, pero que en algo deslucen el brillo, el color y la forma de una elaboración sencilla (pero que no necesita más). Entonces, emplatado un tanto basto, sabor intenso y elaboración sencilla. Buscamos el sabor, y lo encontramos.



  



. Albondigones de atún de almadraba. Hay algo que sabe hacer muy bien el equipo gastronómico de Las Delicias, y es estar en un lugar con tan buena materia prima y saberla aprovechar. Lo que no sé es si la destreza es adquirida por vocación o por temor a represalias. El último plato salado que pido vuelve a ser un “all in” (ya me he animado), a la carta del restaurante. Claro que  el protagonista del plato es el otro patriarca de la gastronomía gaditana, el atún (escalera de color). En este caso, el atún es presentado en forma de par de albóndigas gigantes sobre una cama de queso gratinado. De la estética del plato no sabría si obviar o subrayar el recuerdo obsceno, (ea, decidido). Del planteamiento destacar el riesgo, con más fuerza que antes, incluso, de cargarse un pescado de la rehostia con una mala idea. Del sabor darle el privilegio de salvarle el culo al cocinero. No sé si quedo convencido con los albondigones, sé que me convence el atún, qué parte del mérito es de la casa y qué del mar, es otra cuestión.





. Templado de chocolate. El postre, a menudo el iceberg, a menudo el salvavidas de  la experiencia. Helado, chocolate, confitura, tierra, texturas, temperaturas, estética, todo ello concreto, ordenado y generoso en un final que firma con poderío. La guinda del pastel es más sofisticada que el pastel, como una fruta de bosque nórdico coronando un pastel de cumpleaños de Bob Esponja. Tampoco seamos malos, la comida previa no ha sido una caricatura ni este brownie tuneado es Paco Torreblanca. El postre es goloso sin exceso, los diferentes matices evitan el posible aburrimiento y la cantidad es más que suficiente. Terminamos con satisfacción un viaje con curvas y cambios pronunciados de rasante, en el que se comenzó por sorpresa y se termina con alguna que otra suspicacia.


Incierto el territorio del asombro, sus maneras, su calado, su repente (y su potencial detonador). Peligroso si te crees que eso de arder es solo negocio de las ollas y de la leña, muy peligroso si en verdad lo que se busca no es reir flojo sino pintar las paredes con los adentros. Un arado de explosivo no es una jodida ludoteca, no me toquen las palmas señores palmeros, no lo hagan si no quieren que me arranque a bailar como un derviche puesto hasta las cejas. Así como Florencia arrebató hasta el vómito un bonito día, Vejer hirió la calma, un verano de asco (como siempre), y su portavoz gastronómico por casualidad, prometió con un packaging de museo urbano. Lo que vino después fue un esfuerzo multidireccional, del comensal cabrón hacia la aceptable comida, y del sobrepasado equipo de cocina hacia el petulante glotón. Al final del movimiento reinó el silencio, restrospectivo, el no saber hasta qué punto la promesa fue cumplida, o hasta qué punto el regalo de la fiebre fue una hipérbole. Las Delicias es un maravilloso atractivo arquitectónico, un refresco en la retina cansada de típicos, una fantástica obra del buen diseñar, del buen plantear y... joder, sí, del buen comer. Lo que pasa es que tampoco se puede solicitar, ni amable, ni violento, al olmo naranjas (por variar), y eso de conceder premios sin candidatura es una mierda, por lo general, para las dos partes en acción. Tras el asombro estético, la timidez gastronómica. Tras el arrebato, la resaca. Así clavé los pasos en las callejuelas del pueblo dejando atrás una sensación agridulce que con el tiempo reposaría amable y se convertiría en un bonito bonito recuerdo.

Dos platos, postre, vino y café: 46,50

Las Delicias, calle Corredera nº 31, Vejer de la Frontera. Cádiz

lunes, 29 de septiembre de 2014

TRADEVO, DOCE TAPAS, SANBERS, PITACASSO. SEVILLA

Pequeña Gastronomía. El viaje inmóvil (casi siempre).


Reflexiono con frecuencia sobre la suerte de vivir una época y un lugar en los que la selección natural curra con discreción. Este pensamiento es siempre el prólogo o la postdata de otra bolsa de callejones mentales, que duran más, entretienen maravillosamente y, normalmente (dependiendo de la medicación) son compartidos. La conclusión íntima o colectiva es siempre la misma: qué divertido resulta  evitar el éxito, en cualquiera de sus manifestaciones. Y qué vidilla inyecta el importarte una soberana mierda la represalia. Y el deber, si no es porque a veces nos agarra como gatos hidráulicos los cuellos, qué poca prisa nos mete. Esos somos nosotros, bastante imbéciles según el canon, convencidos de que a nadie le importa (quizás a los dioses de la productividad), allá se nos ve, mordiendo las pamplinas tan vehementes; selección natural 0, nosotros 1. En el mundo real, una lluvia de desodorante y cloro riega las calles de verano, amarillas plomizas en el interior austral, playeras baratas, pijas o a veces incluso estéticas por los pelos en la costa. La peña sonríe bobaliconamente, como si el sol fuese un gigantesco aspersor de LSD. Los vecindarios responsables ganan categoría económica, cosechando logros, queridos, relajados; selección natural 10, nosotros 0. Peligroso oficio ser familia de armas de la contraria.

La deriva del recién naufragio nos lleva a un planteamiento maniqueo del mundo. Es un esquema más que familiar para los que disfrutamos de un gradete importante de bipolaridad (casi nuestro santo padre), aunque también es recurso frecuente para casi todos los que acostumbran respirar. Dos antagónicos grupos dispuestos para la inmolación en mitad del paisaje, los unos relucientes como paladines y los otros mugrientos como criaturas, quién es quién… pausa dramática… viajeros frente a turistas, camorra inminente. La confrontación comienza rápido tan sólo al oler de lejos el panorama, sobre todo si uno huele a gritón relax y a domingueo y el otro huele a cambio de rumbo y enamoramiento compulsivo. Cada cual tiene sus destrezas particulares, uno es capaz de fabricar hábitats replicados del suyo propio, ya sea en la esquina perpendicular a su chalet, ya sea en la selva de Sumatra ("Dios guarde al señor Mcdonalds", se repite con la intensidad de un padre nuestro). El otro, afectado, entrometido, empapado del ecosistema descubierto, tanto en virtud, como, sobre todo en problemas (eso sí, con estómago blindado a base de malas experiencias), siempre dispuesto a hipnotizarse por el horizonte, ya sea verdad o pura pantomima. Todos tenemos algo de turistas y algo de viajeros; todo, quizás, es en algún sentido turismo y en otro viaje. Y el alimento, la gastronomía, la posición que ocupa en el orden de items particular, tampoco, lógicamente, se escapa del gobierno de la dicotomía.

Y bien, mensaje recibido y trabajo de campo en ciernes. Antes de partir una vez más por los recién nacidos senderos del flâneur, buen pertrecho, como se debe. Mejores que botas de hierro considero las premisas: el camino se multiplica como si el viento fecundase la tierra sin ni siquiera un mísero beso en la mejilla, las esquinas son lo que la física para Escher, es decir, un “no tienes cojones”, y la vuelta a casa se mide en función del no tener casa ni patria fuera del atillo. El viaje comienza meses atrás.


TRADEVO

No sólo los bloques de vecinos circundan feas piscinas comunitarias, con sus adosados chiringuitos y sus hongos en las placas de ducha.

Tradevo se encuentra localizado en dos lugares a la vez: la loma del orto sevillana (dificil geografía)), y el perpetuo top ten bloguero de los mejores bares de tapas de la ciudad (más dificil todavía). Tras aterrizar en sus dominios con la inestimable ayuda de un mapa, un sherpa y un coche (menos mal que hay posibles por una vez), se comienzan a empujar los estímulos, su digestión y sus conclusiones. El local, pequeño y atestado de gente disfrutona. La carta, un empeño creativo que además vacila por derecho de honestidad. Cocina de proximidad, siempre atenta al azar del mercado, mucha pizarra, mucho tachón en la pizarra, (señal de que hay riego tras la apariencia) y mucha y rica comida tras los gestos nerviosos del personal de sala. El precio, equilibrado a la ración y a la propuesta, variable como varía la oferta, a veces modesto acompañando una tapa de las de siempre, a veces solemne al compás de un virguería gastronómica. Tradevo es uno de esos lugares que puede permitirse el lujito de autodenominarse "gastrobar" sin recoger a continuación mofa o reclamación. Un meridiano ejemplo de pequeña gastronomía, sin duda, el viaje ha comenzado.





. Cartucho de berenjenas con salmorejo




. Hamburguesa de secreto, pan de curry, cebolla confitada, queso    brie, yuca y mostaza




. Arroz encontrado. (Paella s. XXI)






 . Pappardelle con magret de pato, setas y carbonara casera






. Conguito sobre crema de naranja


25 euros con vino blanco de Rueda "Luna Blanca". 

Tradevo. Plaza Pintor Amalio García del Moral. Nervión. Sevilla.



DOCE TAPAS

Tapeo de altura bajo la atenta mirada de Gordillo.

Cuando ya crees que lo has visto todo, aparece algo que te recuerda que eres un moco con discreta pero insuficiente experiencia vital. Bueno, voy sin trampas, resulta que en este caso aunque colecciones jet lags, exóticas enfermedades o hijos que no conoces distribuidos por el mundo, lo que hay detrás del espejo va a ponerte del revés. Y es que, el protagonista de nuestra segunda parada, Doce tapas, se camufla con un extravagante sentido del camuflaje (y de la extravagancia) en el lugar más insólito imaginable para contener verdadero tapeo gourmet: ¿un centro comercial?, ¿un cementerio?, noo, la peña bética de Gines (pueblo a 6 km de Sevilla). Sí, sí, habéis oído bien. Me acuerdo y me río de aquellos elegantes constructores de catedrales de antiguos posts, que vivían mimetizados en preciosos callejones. Esto es otro cantar, Doce tapas es droga dura. Asi pues, vamos con las conclusiones. El local, en fin, es una jodida peña bética, con cuadros de antiguas alineaciones, caretos de futbolistas que probablemente ya estén muertos y, ejem, en fin, es la peña bética de Gines, repeat. La cocina es todo un ejemplo de búsqueda y de inconformismo. Elaboraciones muy trabajadas aparecen bajo la firma de un chef comprometido con los sabores, las texturas y la innovación. El precio muy ajustado y el servicio pulcro, disparan la sensación de estar presenciando una especie de milagro. Doce tapas es un I+D en territorio comanche, con todo lo que ello conlleva (no obviamos que algunas elaboraciones cojean en la resolución). Seguimos por la senda de la gastronomía en miniatura. Por cierto, Doce tapas no es que sea viaje, es que es trip (ya sabéis, golfos).





. Solomillo Mozárabe





. Pizza Inés Rosales




. Risotto de pato a la naranja




. Volován de queso de cabra con farsa de cebollitas y manzanas reineta caramelizadas





. Cremoso de yogur con higos y nueces



   
. Tarta de Huesitos


21 euros con cerveza.

Doce tapas. Calle Real nº 24. Gines (Sevilla).



SANBERS

Tripadvisor, esa falaz página de turisteo glotón.

Animado, alegre y convencido de que mi sino era ser en todo un viajero (me acuerdo tanto de las letrinas en mi último viaje al moro), me dispongo a seguir la ruta echando mano de una herramienta que no puede faltar en el haber de cualquier dominguero con hambre (joder, ya empeziezo mal). La siguiente parada es un bar posicionado en lo más alto del ranking del tripadvisor. Y no sé por qué, anhelo encontrar un bar en serio, cuando la broma y el espectro de los tendencioso adornan el prólogo. Nada como dejarse llevar para terminar con los morros en el fango. Sanbers habita otra afuera residencial, como la de sus colegas los buenos bares, pero con pura decepción al llegar a la meta. Lo curioso es que por parecer, parece hasta currado, más allá de la alabanza falaz de la web. Pedir perdón al amigo engañado, a la novia (quien la goce) o hasta al GPS, es lo que queda tras el mencionado chiste. El local, grande y bonito, hasta que miras un poco más de cerca los carteles, los churretones de los manteles, la suciedad impregnada en las cartas, y el fantástico mundo del wc. La carta, amplia e irregular, desde una tapa que se anuncia como premiada en concurso sin igual, hasta unos nachos con queso (se supone que "porque el chef es mexicano"). Raciones muy cortitas, precio elevado, trampeo con el IVA y calidad cuestionable. Servicio correcto. En fin, que ni chicha ni limoná, ni comedero de gorilas, ni mucho menos tapeo gastrónomo digno de mención. En todo caso, lo más selecto que va a probar el delantero centro del equipo de furbol de mi pueblo (si consigue escapar de la Sureña). 





. Capricho andaluz




. Mini hamburguesa


14 euros con vino blanco "Rey Santo" de Rueda, agua, cubierto, Iva...

Sanbers. Avenida de Alemania nº 9. Los Bermejales. Sevilla.



PITACASSO

El problema de la comida rápida se soluciona con cariño.

Y precisamente cariño no le falta a la colección de platos que ofrece el Pitacasso, un pequeño local regentado por unas simpatiquísimas anfitrionas, que cierra este primer asalto en el desliz del paseante. Comer como en casa, con la atención de quien resulta camarada sin ni siquiera conocerte, comer con las manos, con descaro y con relajo, como en casa, vaya. Ese es el fundamental logro del Pitacasso, amén de una carta sencilla pero muy bien resuelta, donde platos tradicionalmente sometidos al prejuicio del fast food, aparecen delicados, frescos, como tamizados por el cuidado y el tiempo de la buena cocina. Así pues, el espacio diminuto se hace inmenso en su terraza aledaña a la plaza, el mercado y el palacio (trío imbatible), de Calle Feria. La propuesta gastronómica es clara y coherente, el servicio excelente y las raciones muy abundantes. El precio cierra nuestra integral sonrisa, no sólo cómoda, confortable, también suspicaz ante la verdad que tantas veces ha de desmentirse. La comida rápida no es mala porque sea rápida, sino porque la hacen malos cocineros, malos jefes o una desastrosa combinación. No es la velocidad sino la inexistencia de impulso creativo, la codicia, las putas ganas de robarle la cartera al cliente, lo que hace mala una comida. Gracias a bares como el Pitacasso existe el necesario contra-argumento.




. Hummus




. Queso parmesano con aceite


   

. Pollo al curry con arroz y hierbabuena


9.70 euros con cerveza.

Pitacasso. Plaza de Calderón de la Barca nº 10. Centro. Sevilla.



Comer, en forma y contenido, termina siendo un fantástico chivateo de lo que te late por dentro, la osadía del viajero o el confort del turista. Así como cualquier otro menester cultural o social da flagrantes pistas de la pasta de la que estás fabricado, el hecho de comer arroja una cantidad enorme de ellas al que tiene los sentidos receptivos. Y no sólo hablo del afuera, también me ocupa la entraña, el uno mismo, con sus maneras y sus costumbres. Ya lo dice el sabio refranero "de lo que se come se cría", o lo que es lo mismo, cuidado con comer demasiado petróleo no vaya a ser que te vuelvas idiota profundo. Mi paseo por la ciudad no se detiene, sólo pausa su ralentí en este primer capítulo. En realidad, una pregunta se esconde tras el caminar de esta forma ¿qué soy yo, en mayor medida, turismo o viaje?. Por si acaso la respuesta me resulte terrorífica, seguiré buscando, con las premisas bien limpias y las botas más sucias que la madrugada. 




lunes, 7 de julio de 2014

DIVERXO (3 ESTRELLAS MICHELIN). MADRID. Previo paso por Streetxo.

Inmersión en la entraña de la orgía


El relato de una digestión ansiada con la impaciencia y la desvergüenza del que nada pierde, tiene mucho más que ver con la particular poética que destila el buen sexo o los buenos buceos por los lechos del psicoactivo, que con una ordenada cronología o un aburrido saco de intentos descriptivos. Es lógico, construyes, convives, tragas y sudas sistemáticamente una enorme cantidad de expectativa, una suerte de preliminar tan hondo como el fondo de la culpa primitiva, así durante meses, es lógico, la ilusión convertida en familia, como una hermana de armas, o a veces como una fraticida compañera, y al final, qué vas a hacer, ¿radiografiar estúpidamente el gigantesco instante?. Yo, al menos, no. Yo ingiero hasta que la subjetividad se me escapa, como una delicada nausea.    

Reconozco que lo mío con el univerXO de David Muñoz tiene algo de mitomanía y algo de crítica admiración, no sabiendo muy bien hacia qué lado de la balanza se estropea al final el funambulismo. Desde luego, ya sea comandado por la más puñetera razón o por una emocionalidad hirviente e imparable, se hallan motivos de sobra para el amor, de esos motivos que justifican los pecados, los vicios, las trampas y las guerras. Habiéndome preparado la oposición pertinente durante un buen tiempo previo, por fin aprovecho el eclipse de varias circunstancias para aproximarme hasta la brasa de aquel mundo investigado, y soy consciente, me toca ahora untarme de fuego y dejar de una vez los cómodos anteojos de deseante, internauta, o lector catódico. En esta danza astronómica de casualidades existen planetas concursantes que son jaleo en vez de ser vibraciones mudas: la tourné teatrera, el cumple de este solitario blog y el poderoso y habitual deseo-vértebra. Y así, comienza el cuento, con dos locales sustantivando la preparatoria y todo lo que hay de concupiscencia en mi saliva, entrenándose para una buena paliza bajo su sombra: Diverxo, el papi, la traca, el tnt y Streetxo, la versión, el corner, el fast good (que diría el Ferrán).

Si Streetxo es el espectáculo callejero de la hostia en el off de un festi internacional, Diverxo es el Circo del Sol en mitad de las Vegas. Pasarse por la esquina elegida, previo acceso a la enorme carpa que parece que no tiene techo sino más bien cúpula negra e infinita, es una buena idea. Es una buena idea porque sirve para estimular de a poquito tu pozo de nervio y deseo, o tu hilera de chakras o tu hambriento erotismo. Y es una buena idea porque sumerge y sugiere la temperatura que de sopetón comenzarás a sentir, como si la fiebre fuese un estado sólido y tú un embrión encerrado en ella. Así, respirando madriles como pegamento en otra atmósfera, masticando la ansiedad y paseando solo, para variar, por calles que llevan siglos talladas en mis huesos, llegué al dominio del primero de mis objetivos, Streetxo. Comienzo aquí mi balbuceo “literario”, cuando las palabras se hacen sombras, líneas y colores y más tarde colección de olores y después alimento. Entonces mando al infierno la precisión descriptiva y sólo manejo temblando lo que a tientas recuerdo. Streetxo frente a mi. Alrededor, la última planta de El Cortes Inglés de Callao, que decidió sustituir la lencería para viejas, las zapatillas deportivas y los trajes apolillados, por un tropel de microbares dispuestos como stands en una feria, y gente, pues, refugiada en su distracción (o en su domingueo). La extravagancia escénica divierte, no lo dudo, sin embargo algo más hace falta para transformar una planta de centro comercial de mierda en una avenida atestada de Hong Kong. Streetxo sí parece, sin embargo, una especie de lienzo en movimiento, de naturaleza viva destilando una potente paleta de colores, como una instantánea constante de aquel paisaje imposible. Porque si los metros previos y posteriores pertenecen a la burguesía, a la arquitectura de artificio, los escasitos pasos que dura el espacio de Streetxo pertenecen a los habitantes de un Barrio Rojo, a los vecinos de un Soho repentino y prometedor. La coreografía tras la barra no cesa un segundo, ni tampoco el griterío, ni el reggae cesa en el hilo musical de esta algarabía techada, ni las bocanadas en los fogones, ni el curry ni el picante que abandonan sus fronteras y se vuelven luces, crepitando como en una hoguera a la intemperie. El goteo de gula tampoco deja casi hueco en el contorno rectangular, y yo, me veo obligado a aprovechar por los pelos un despiste para tomar tierra por derecho. Ahora, pido mi cena: plato y birra, simple como un derechazo.





. Sandwich club al vapor. Dim sum, ricotta, huevo frito de codorniz, mayonesa de ajo y chile, cebolleta, albahaca, cilantro y shichimi togarashi. Ahi la llevas amigo. Un bollo chino super esponjoso sostiene una cartografía en miniatura de sabores. Cada bocado es un descubrimiento, una arruga en el mapa que resulta ser una jodida isla. Comienzo a entender de qué va esto. El primer paso catapulta y hace babear la esperanza. 
El sandwich y la cerveza me salen por 11 euros, 8 el bocadillo y 3 la bebida. Se va acabando el día con un bonito paseo nocturno que ya es feliz, aun siendo solitario. Se acaba el día y yo estoy a muy poco de averiguar que mis sospechas son ciertas: la boca es el órgano sexual más importante. 

El objetivo del atracón sensorial se hace palpable algunas horas más tarde. Es mediodía y yo me empeño en recalar vigoroso en las inmediaciones del Diverxo, por cierto, localizado en Tetuán, un bonito barrio obrero del descomunal cinturón metropolitano de la capital (un gusto toparse con ultramarinos y fruterías en vez de con bufetes de abogados y tiendas de bolsos para pijas). Frente a la puerta, un pequeño grupo de abogados y dueños de tiendas de bolsos para pijas (sorpresa) esperan para entrar a comer. Segundo round del balbuceo; Me introduzco en el vientre del mariscal, una sucesión de estancias obradas como corrales de drama, (pornográfica bambalina, alentadora víscera y antesala del infarto intelectual). En un lugar que gravita casi céntrico sobre la puerta de entrada, se ve constante el carrusel de camareros con faldas japonesas, moviéndose, multiplicándose, como si la sala contigua los pariese en bucle. Allá, en el otro lado, una orgánica mezcla de brigada y personal de sala, confeccionando sobre la longitud extrema de una mesa los lienzos quebrados, los puzzles que van a alimentar algo más que el hambre fisiológica hoy. Y confundido con pared de cristal, uniforme negro de diseño, trabajo y movimiento, el jefe, con su estatura de Bonaparte, su cresta de "me cago en vosotros" y su cátedra de Panoramix. Allá, el ejército y su pastor, paseándose ligero por la sala de máquinas, sonriendo, tranquilo y diligente. Acá, a unos metros, comienza el espectáculo. Dos menús degustación, uno corto y uno largo. Yo elijo el largo, consistente en 13 platos (lienzos le llaman ellos), subdivididos en fragmentos y posteriormente recompuestos. Marido el festín con 3 vinacos que me recomienda el sumiller de la sala (careta con demasiada pose y gesto constante de enfado, vamos, el típico sargento inflado de autoridad). 


13 platos elegidos de entre 18 posibles por los propios anfitriones:

. Lienzo 1: Olivas de Tokyo. Dulce y Umami.

. Lienzo 2: Yodados. Acidulce. Marino y agua de mar. Chiles encurtidos agridulces. Suelo de búfala, trufas y apio.

. Lienzo 3: Untuosidades máximas. Picante vegetal.

. Lienzo 4: "Nada es lo que parece" Golosismo 100%. Albahaca y pimienta Sansho.

. Lienzo 5: Hannibal Lecter. Agridulce. Punzante e intenso.

. Lienzo 6: El alma del carabinero exprimida. Sus hijos y nietos al vapor. Espárragos al riesling y pimienta rosa.

. Lienzo 7: (Experimento, lienzo secreto, sorpresa, descubrimiento sobre la marcha, quizás la numerología manda). Bacalao a la bilbaína, bacon y centolla. Bacalao frito al revés y mayonesa caliente. 

. Lienzo 8: Rojo marmolado y papaya. Salsa de pescado y clorofila como condimento. ¿Ensalada tibia?

. Lienzo 9: Acariciado 10 segundos en wok. Negro, negro, negro y barbacoa china. ¿Salmonete o lenguado?

. Lienzo 10: De Celeiro a Bangkok pasando por "La Vera". Ahumado de brasa. Yema líquida y "huerta helada".

. Lienzo 11: Pata negra untuoso y pegajoso. Luvia roja de flores de hibiscus. Conejo y anguila.

. Lienzo 12: Ensalada. Clorofila, piña y aceite de oliva.

. Lienzo 13: Petit Suisse y terciopelo blanco. Jazmín y agridulces picantes.











Adivinen, señores, qué foto pertenece a qué plato. Deduzcan que un servidor no movió un dedo sobre el móvil o la cámara con intención de fotografiar (y ahora he tenido que hacer cómplices sin saberlo a otros amables blogueros con ademanes de buenos fotógrafos...esto...gracias). Incluso pongan en acción el maravilloso don de contar y descubrirán los misterios que se ocultan tras el mundo de los inofensivos números. 6 fotos y 13 lienzos, subdivididos en 3 cada uno prácticamente. Un baile descarado de cifras (ni que esto fuese una manifa contra la nueva ley de educación), en el que nada es lo que parece, como se reza en esta lumbre de ideas. Pero es que Diverxo es un jodido trip. Un viaje narcótico, de esos que te muestran la relatividad de la física, pues, ni números, ni frío, ni calor, ni tiempo, solo el violento reino del placer y de la hiperestimulación. Diverxo es otra historia. En Diverxo las elaboraciones son esculturas suicidas, de esas que guiñan con sonrisa grillada mientras respiran sus últimas caladas de vida; en Diverxo la espera es alegre síndrome, la práctica del cubierto es drogata felicidad, y el espectáculo de la gastronomía es pura materialización del hecho artístico, al fin y al cabo, caníbal como una sinfonía nocturna, empapado de catársis y demonios, luminoso como el tuerto paisaje de un visionario. ¿Qué orgasma antes?, se pregunta el cirujano artífice. Orgasma la sed y orgasma el hambre convertido en virtud. Después la pulsión que vibra descontrolada queriendo hacerse neurosis y que al final se calma entre olores e impactos cromáticos. Al final orgasma el gusto y la piel y el corazón trémulo (toma ya). Y si el concepto es el del estremecimiento generalizado, el conceptuador es un enorme macarra, un cafre sin misericordia del comensal, una ametralladora de extremos gustativos. Así, el alma mater de esta experiencia sin parangón continúa labrándose un hueco en la mitología gourmet.

En fin, que ni fotos, ni nombres, ni etiquetas de vino ni siquiera un definido recuerdo postrero de cada trago, tan sólo el erizado de la piel, el apretado de mandíbula y las efímeras pero punzantes arrugas de felicidad durante tres horas de festín. A esto saben 3 estrellas michelin, una cresta de chiles, un eslogan de esos que despedazan el artificio, "vanguardia o muerte", y todo un barrio rojo llenito hasta el último desagüe de desmadre sensorial. Dabiz Muñoz es el alcalde de esta madriguera, de esta ciudad del pecado y yo, ya he decidido dónde empadronarme, si puedo, al menos una vez más en la vida.

Menú degustación largo, 3 vinos, botella de agua y café: 
198 euros.  

Diverxo. Calle Pensamiento 28. Madrid. 

   

miércoles, 19 de marzo de 2014

CONTENEDOR. SEVILLA

Melancolía de una posibilidad.


Acontecimiento y clima predecibles. La solidificación del ensayo error se derrama en respuestas múltiples, cada cual más divergente. Opción 1: alegría, sonrisa informe y tartamuda a los colmillos desgarradores de la memoria; opción 2: miedo, fiebre y ensayo de pánico por lo mismo, sinestesia de humores, porque no te equivocas, te llueve a tí únicamente, con el detalle y la atención de un perverso homenaje (como para no temblar). Opción tibia, la tercera, amable e improbable. A menudo opto por la segunda opción y agarro ansioso la saliva hirviendo, como un AK, dibujando con un verbo que parece plomo el alrededor y sus paisanos. Otras veces el cansancio es demasiado grave y simplemente aguardo el incendio ungido en poético queroseno. Aquella tarde me alegré, con la alegría trastornada del masoquista, me alegré del descuartice que me prestaron las casualidades. En realidad, poco misterio para tanto bombo; lluvia, amor en fuga, obsesión sublimada y un enjambre de luces fulgurando como un gigantesco e imposible ópalo.


Del cómo acabé aquella tarde tomando té en el Contenedor no me quedan pistas ni ganas, tan sólo la deliberada ficción, tan sólo la seguridad de que lo que fue y lo que quiero recordar son antípodas separadas por un mundo entero.  El caso es que así terminé, con una aceptable taza de té negro quemándome los labios morados, mirando tras la gran ventana cómo los tonos de la calle se degradaban y volvían a relucir con el paso de las horas, ahora llueve, ahora calma y promesa de sol invernal, y yo aturdido por la resaca sentimental, oyendo un concierto de cacofonías, voces amistosas y John Coltraine dentro del altavoz cercano. Seguramente detonado por alguna irrelevancia fue como el enunciado que me perseguiría a partir de ahi se me presentó; "melancolía de una posibilidad", andamio verbal sobrecargado, como es un servidor en todo, pretencioso si quieren, pero leal siempre a las visiones repentinas, por infectadas que estén. Y así pasó que comencé a sentir melancolía de cosas que no habían pasado, de cosas que deseaba que ocurriesen, estupideces como compartir ese té con alguien que vivía en otro planeta o imaginar el sendero de la noche escrutado por dos pares de botas y de ironías. Y así continué reproduciendo la idea hasta transformarla en música y algo así como un simulacro de versos en penumbra, hasta que la musa se volvió fulana como es su sino al parecer, y todo quedó atrás. Cosas de aquellas todavía duelen al toser, no hace falta un equinoccio para que las cicatrices te recuerden que están ahí. Otras cosas me la soplan. E incluso hay alguna cosa de aquellas capaz de pincharme en la boca de la curiosidad y convertirme en un explorador (a mis años). Pues eso, ¿cómo sería comer en el Contenedor?.

Pasan 4 años y yo cruzo la puerta del restaurante vistiendo ilusión y nervio, como un neófito tembloroso, como en la antesala de resquebrajar una nueva virginidad. Pareciera nunca comido, bebido ni escupido, pareciera cachorro, por un momento dejo atrás mis colmillos mutilados de chucho centinela. Entro y me siento en mitad del amplio comedor, costumbre de facilitar el curro al anhelado francotirador (cuándo oirás mi palabras). Las imágenes se agolpan arrojándose a la deformidad de mi perspectiva, tan llena de fabulación y deseo, y lo que termino traduciendo es más una colmena de claroscuros, de ruidos y  de olores que un espacioso salón decorado y asido por vecindario y humanidad. Antes de pedir mi comida rezo una plegaria a los dioses del sueño diurno, para que conduzcan mi derrama hacia la sencilla crónica y no hacia los viscosos suelos de la enfermedad mental.
Amén, y le cuento en secreto a la camarera mi pedido:

Plato principal, tapa y postre. De beber, vino blanco "El Perfume" DO. Penedés, y vino tinto "La Cabra y la Bota" DO. Almería. Café.







. Arroz con pato y setas. Pináculo de la madriguera, piedra angular de una carta que muta cada mañana al capricho del mercado de la esquina. Plato por el que existen parroquianos, como el ídolo perfecto al que antropofagar (corderitos carnívoros). Crujiente en el paladar, arroz y carne, recuerdo a brasas y a barbacoa nocturna del verano pasado. Salsa para aportar el elemento untuoso. Comida de aire libre, de alquería lejana y ermitaña, del humo de la campiña cuando se vuelve enorme y bruna. Comer arroz con pato y setas del Contenedor mientras se incendian las estrellas en el campo, no pido más para ser feliz.






. Tataki de presa ibérica con espinacas, berros y vinagreta de Kumquat. Ensalada de carne cruda, de frutas del pecado y de flores lisérgicas. Sencillas e incisivas pulsiones me llevan a querer hundirme por igual afilado a la inmaculada tersura del puerco alegre (todavía vivo), y a la equilibrada inocencia del vegetal. La componente crudívora se expande hasta hacerse fetichismo en este plato, y así conviven por sorpresa la violencia del depredador convencional y el extraño sadismo del objetor de conciencia. La carne se deshace, aliñada, dulce y ácida, las flores y las frutas se expanden como una trama de raíces, como un jardín que lo baña todo. Sólo falta un detalle: reventar contra el suelo ese plato de vajilla playera y colocar los ingredientes sobre la barriga desnuda de una incauta... (no pido más para ser feliz).





. Crostata de limón con helado de mango. La tarta italiana se desdibuja en el contorno de un casero y fresco lemoncake, como conciliando una versión prestada desde la Gran Manzana con otra fiel a la riqueza pastelera Mediterránea. Conseguido pastel, localizado en la prometedora frontera del dulce y el cítrico desvergonzado, con una base crujiente y un resultado por igual agradable y potente. Tarta que sabe a primavera a la postre, como si el descarado helado de frutas se hubiese abrigado más de la cuenta (enfermedad del entretiempo).


Así como aquella noche se hizo fiebre crónica, habiendo sido siglo; así como aquella tarde se transformó serena del tornasol a la ciega melancolía, este mediodía se ha convertido en una refinada y maravillosa miscelánea de calambres. Afortunadamente ya aprendí el secreto del dolor, la esotérica metodología del transformador de excremento en oro filosofal. He aprendido a amar las hostias como si fuesen pan divino, coqueteando de algún modo con el soma del piadoso, disfrutando, en definitiva, del ruido espiritual que me impacta y me azora. Y hoy, en gran parte le debo este brutal vaivén al talento del restaurante (más incluso que a mi oscuro background). El Contenedor resultó ser un fantástico sitio donde comer a parte de un fantástico lugar donde cultivar el afectado onanismo mental. Cocina de mercado, una carta llena de creatividad y delicadeza y un agradable clima, que si bien puede ser predecible (como comenzaba esta misiva al puñetero recuerdo), termina llevándote, si te dejas, a territorios llenos de peligroso estímulo. 

Plato, tapa, postre, dos copas de vino y café: 32 euros.

Contenedor. Calle San Luis nº 50. Sevilla.